La nada viaja en un barco fantasma,
mientras la niebla oscura se expande
sobre las palabras blancas.
Vuela la ceniza
en el fragor del silencio.
Los buitres sobrevuelan
y la carne alimenta una herida abierta
en cuerpos nacidos del dolor.
Lloran las niñas cubiertas de tierra seca,
sus cuerpos encerrados, rajados sus vientres
mientras ellas queman sus ojos
en la fijeza exacta del eclipse.
Hay quietud en la arena del foso,
el silencio del aire vibra
y el rojo de la sangre fresca corre
en el intervalo sin luz de la tarde.
El agua turbia de los cauces
no alcanzará nunca el mar,
su certeza sucia riega
la tierra seca y la vuelve esponja,
yerma.
Silencio de los cuerpos quietos,
la compasión agostada
y las gargantas heridas
cierran en falso su rojo dolor.
El hacha levantada se regala
la paz de las piedras cubiertas de musgo
y la carne pierde su aliento rojo
en la sucia luz de la mañana.
Los cuerpos de las niñas lloran agua turbia
y el papel manchado de gestos fallidos
se deshace entre
lágrimas rojas y oscuras.
Hay manos que se alzan
al llamado feroz de las hormonas
silenciosas
y del pensamiento mil veces
repetido
en esos púlpitos cubiertos
de banderas.
Hay manos heridas que se retuercen
al ritmo doloroso de un grito que ya no vibra.
Se envuelve entre palabras vanas
el mazazo
del hacha que se despliega
con furia
y se cubre de excusas
la sangre vertida.
Al fondo suenan los tambores de la guerra.
Las palomas asustadas vuelan de noche
y las mareas olvidan sus ritmos,
los caudales del río cambian de sentido
mientras la sangre se hace masa
y fermenta con la tierra oscura
y su latido.
Lloran las niñas abrigadas por la tierra caliente.
No serán el campo donde siembra la rabia
bordarán sudarios entre las raíces podridas
de aquella tierra seca y oscura de su sangre.
Ya nunca más querrán parir a los feroces hijos de la guerra.